sábado, 19 de enero de 2019

La hoja en blanco.



Pocas veces he sufrido la zozobra de desear escribir y no alcanzar a poner ni una palabra, el momento de la indecisión ante el inmaculado lienzo que espera que la esquiva musa haga acto de presencia; más bien al contrario debo controlar a mi alocada imaginación para que no desate en mí la furia del escritor maldito y a base de frases hechas y grandilocuentes circunloquios construya efímeras atrocidades manuscritas o, porque no, perpetuas bellezas literarias.

Hoy, como tantos otros días atrás, me encuentro ante la pequeña pantalla de mi tablet con su inmenso fondo donde escribir si pudiera y quisiera interminables aventuras quijotescas o, si me atreviera, la mismísima Biblia en verso. Pero solo quiero escribir sobre algo más cercano y conocido aunque tan indescifrable como los motivos de Cervantes o de los  narradores de la sagrada escritura. Me refiero a los conciudadanos con los que comparto espacio físico temporal pero no comparto sentimientos, convicciones y objetivos vitales.

A menudo los veo pasar, me cruzo con ellos e incluso comparto el calor del día o la lluvia de las tormentas. Observo el mismo cielo y respiro el aire que ellos también respiran. Compartimos carreteras y supermercados donde a menudo voy detrás de algunos y por delante de otros. Y a pesar de que el color de nuestra piel y la forma de nuestros cuerpos son muy parecidas, mi mundo interior es completamente distinto, somos como de planetas opuestos que además se repelen. Si los otros dejaran de existir puede que apenas si lo notara, más allá de la paz de los cementerios que todo lo abarcaría. Más allá del resurgir de la naturaleza que todo lo coparía, más allá de trinar de los pájaros, del aullar de los lobos, del jolgorio de los mares y los aleluyas de los ríos que correrían sin ser cautivos.

Hoy como tantos días venideros dejaré inconcluso este escrito, corto, sucinto y con tanta mala leche como la inhumana Humanidad trata su casa, la casa de todos los seres.

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