sábado, 27 de junio de 2020

El poder.



Cuestión nada baladí sobre la que me gustaría abrir algún tipo de debate, así que si alguien se anima a comentar o discutir, adelante.
En cualquier caso el poder ha sido, es y será un preciado objeto del deseo de los más desenfrenados aprendices de brujo.
El poder es ese algo, que se percibe por la magnificencia de sus aposentos, la extremada confortabilidad de sus carruajes y medios de locomoción, la pronta y esmerada atención de sus sirvientes, y, como no, la inigualable sensación de estar en la cima de la ola.
Al poder, además de deseársele, se le teme y/o se le respeta. Es como un hada que en cualquier momento se vuelve diablesa y te hunde en la miseria. Es como la peste cuando te persigue, no quieres que te alcance y rechazas sus consignas y sus leyes.
Cuando el poder mantiene entre sus manos el halo de la legitimidad y se basa en la honradez, tiene a sus pies el campo ancho para andar y hacer que la vida de sus ciudadanos sea algo a imitar.
Pero cuando el poder está corrompido por el oprobio y la mentira, se solapa y vuelve perverso; atenta contra su propia esencia y pervivencia, y obliga a la ciudadanía a la constante confrontación, al enfrentamiento y a la ruptura con las formas.
El poder debe estar controlado para que no se descontrole, es una verdad de perogrullo aunque suene a repetición. Los que están en el poder te dirán que ellos son servidores públicos, que aceptan la responsabilidad del cargo por su amor a la Patria, a la Nación, a la Bandera o a la Constitución, y lo harán si hace falta jurando sobre la Biblia; pero en realidad ellos, por lo que se viene viendo, se sirven de sus cargos para su propio provecho y en detrimento de los intereses públicos.