sábado, 19 de enero de 2019

Martes 28 de marzo de 2017.



A menudo pienso que solo escribo con el ánimo de elevar mi ego, tratando de encontrar el filón literario que me convierta en escritor leído; pero ya se que eso no va a pasar, salvo los puntuales lectores que pillan aquí o allá unas notas perdidas de mi mano y letra. El acto de escribir es un acto de fe que por regla general se comporta como una bola de hierbajos que arrastrada por el viento viaja por el desierto sin rumbo fijo, buscando sin hallarlo un ripio, una roca, un resalte del terreno donde parar y enrraizar; aunque para ello deba esperar paciente a que las aguas de una lluvia que siempre tarda en llegar alcance la tierra sobre la que reposa, al igual que un escrito aguarda calladamente la observancia de unos ojos sobre la blanca palidez de sus hojas.

Otras veces me juro que he de parar y dejar las teclas que me animan a conformar las palabras que junto a otras crean las frases que inundan mi imaginación y adelantan paso a paso la historia que quiero contar; es como una droga a la que sin prestarme a que embote mis sentidos acabo cediendo para que se adueñe de mi ser, de mi cuerpo que ya vencido sigue como un autómata golpeando las piezas, las losas del camino de la ficción que va creando mi cerebro.

Más de una vez recorro el camino inverso, como siguiendo la pista de las migas de pan que como niño travieso que se antoja perdido en su universo, y camina en busca de ellas para que una a una le lleven de vuelta al hogar, a la casa donde seguro alguien que aún le ama espera que vuelva. En esos días de seguir las pistas de mis devaneos con la tinta, no es raro que al plantarme ante líneas que escribí tiempo ha, dude que sean fruto de mi pluma, apenas si me reconozco y entonces me digo que esas líneas extrañas habrán sido el fruto del arrebato, del momento que ya no volverá y si acaso vuelve no será en las mismas circunstancias, aunque se le parezcan apenás si tendrán afinidad porque las cosas que nos pasan solo pasan una vez, son como el agua del río donde cada una de los trillones de trillones de gotas que conforman cada tramo del mismo solo estará un instante en ese sitio y jamás por muchas veces que vuelva a repetir el trayecto volverá a estar allí.

Y rebuscando en el pasado encontré este texto del 14 de dicciembre de 2014 que viene al pelo.

Tengo tantas cosas sobre las que escribir que me siento abarrotado, lleno, apunto de reventar con tantas ideas que plasmar en la Red o en una libreta como antaño.
Yo me considero un filósofo porque filosofo, así mismo me considero un escritor porque escribo, pero sobre todo me considero un fracasado porque vivo un fracaso.
El fracaso de la Humanidad es patente y evidente, y como integrante de ella me siento parte del fracaso.
Las religiones se inventaron para adorar a los dioses; pero degeneraron en postulados para señalar al diferente, al que creía en otra forma de divinidad, en las palabras de un dios distinto, en un destino diferente oído de sus propios oráculos.
Las armas se inventaron para defenderse de las alimañas, de los asaltantes, de los invasores; pero degeneraron y empezaron a ser usadas para la agresión meditada, como dotación de ejércitos cada vez más poderosos, para el insano ejercicio del ardor guerrero, para satisfacer los peores deseos de las peores personas.
Las monedas se inventaron para el intercambio de productos y mercaderías dispares; pero degeneraron en pura avaricia y mecanismo de diferenciación entre clases, la clase de quienes lo poseían y la clase de quienes lo carecían, dejando de ser moneda de cambio a ser motivo de exclusión.
Los conocimientos se inventaron a sí mismos para generar nuevos conocimientos, desarrollando nuestras mentes y nuestras posibilidades de éxito en todo cuanto emprendía la Humanidad; pero degeneraron en guetos de iniciados, en recintos del saber cerrados para la divulgación, en sectas de brujos que atesoraban el conocimiento de nuestros antepasados apropiándose de ellos como propios y privativos de una estirpe superior a los demás.
Los tribunales se inventaron para dirimir las disputas sin que la sangre llegara al rio; pero degeneraron en perfectos engranajes del oprobio, de la venganza y del abuso continuado de los que tienen el poder contra quienes lo padecen.
Las leyes, por último, se inventaron para que cada cual supiera como podía avanzar en sus intereses sin inferir en los intereses de los otros; pero degeneraron en formulaciones abstractas que solo valían para cerecenar los caminos por los que avanzar en las legítimas espectativas de la mayoría, doblegando voluntades y oprimiendo al débil en favor del fuerte y del poderoso.
Si, definitivamente me siento un fracasado. Lloremos por lo que estuvimos a punto de tener porque lo inventamos, pero que jamás alcanzaremos.

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