martes, 22 de enero de 2019

Las últimas balas. Verbi gratia.



Y a los humanos se nos dió la palabra. Quién nos concedió tal Don, es una cuestión con varias respuestas según sea quien lo haga, pudo ser por un bien divino o simplemente por un hecho evolutivo. Y a pesar de mi preclaro escepticismo  sobre la existencia de Dios, creo en que fue por un bien divino aunque la divinidad en la que espeto mi creencia es un ser de éter mágico a la que no puedo dirigir mis plegarias aunque si mis esperanzas, porque éste ser es el polvo de las estrellas, es la incógnita matemática que nunca se resolverá, es lo profundo del universo y el más allá, es donde nace el día y empieza la noche en la vida de cada ser, es la amalgama de colores y el palpitar de millones de corazones. Y cuando ese ser divino que se esconde a la vuelta de todas las cosas pensó en el habla el habla se hizo y lo concedió al humano, aunque con el paso del tiempo puede que una mota de polvo en los ojos de la incertidumbre halláse la forma de corromper tal concesión. Y entonces la palabra se usó para explicar la mentira, para llevar a los pueblos a su perdición, para engañar a los niños y enseñarles el mal, para envilecer, embrutecer y acabar con la bondad. Se iniciaron las guerras, la esclavitud tomó forma y la verdad desapareció.

El hombre pasó de ángel a demonio, se convirtió en vampiro, en verdugo, en asesino, dejó la humanidad para enrriquecerse con el oro del oprobio, su sed ya no se saciaba, sus ansias eran siempre in crescendo. La palabra que se hizo en el hombre para acompasar las ensoñaciones del alma se convirtió en el látigo que desgarra, en la bajeza que hace llorar a los nonatos, el dolor se hizo camino de guijarros y el sufrimiento ley del más fuerte.

En un momento de la Historia las epopeyas de los titanes, los amores de los dioses y las risas de las ninfas desaparecieron para siempre, y en vez de esos fantásticos seres vinieron a ocupar sus puestos los cantamañanas y los políticos con sus mentiras y falsedades, los huraños, timadores y financieros que te quitan hasta el aliento y los leguleyos con sus capas negras cuales cuervos que pican los ojos de los muertos.

Y aunque miles de gentes buenas, de doctos escribanos y de modélicos enseñantes trataron día a día de reconducir el uso de la palabra en los seres humanos a fin de que tuvieran más empatía con nuestros hermanos los animales, que respetasen a sus semejantes como si de ellos mismos se tratara, que ayudaran al que necesitase su ayuda, que fuesen colaborativos en vez de impedimento, que subrayasen las palabras en lugar de tacharlas, que mirasen a los ojos y nunca clavasen el puñal por la espalda, que amasen al planeta y no lo infestasen, que fuesen hermanos y nunca cuñadísimos, que llevasen una bandera en la que cupieran todas las banderas, que sus leyes no amordazasen la verdad y pregonaran el amor, que volviese la risa de las ninfas y que las batallas ya solo fueran de titanes y cíclopes, y que cada cual tuviese su dios y hubiese uno que a todos los abarcase, pues a pesar de todos los esfuerzos las buenas gentes de siempre, los escribanos más doctos y los enseñantes que eran modélicos comprendieron que su enemigo era más fuerte que ellos, que el virus del odio, la avaricia y la estupidez congénita había devorado las últimas neuronas con polvo de las estrellas que desde el comienzo habitaban en nuestras mentes, mentes que ahora estaban enfermas porque cuando la noche se hacía y aunque mirásemos al cielo ya no se veía el camino estelar del que procedíamos, el ser humano había perdido la estela divina, la casa de dios estaba oculta tras las luces de los ignorantes, y la palabra ya nunca nos daría la llave del conocimiento porque la palabra ya no existía.

Y cuando acabé esta última línea el primer lunes del último mes de este año, una lágrima rodó lenta por mi mejilla hasta perderse en la comisura de mis labios. Luego salí fuera y desde el balcón pude ver la majestad de la Súper Luna.

4 de diciembre de 2017

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