martes, 22 de enero de 2019

Las últimas balas. Frío.



Ni siquiera te paras a mirar a la gente pasar, te aprietas los machos y aligeras el paso. Es tan diferente el frío del calor que determina nuestra forma de ver la vida. Con el calor te relajas y miras al mundo de manera más dulce, en cambio con el bajar de la temperatura el mundo se vuelve hostil y no paras hasta llegar a donde sea que vayas.

Pero el frío tiene más historias que contar, aunque a menudo se cuentan en la voz queda de los ateridos. En el borde de la calzada donde se pierde la vista agoniza un perrito abandonado porque su amo se cansó de sacarlo a mear, el frío se le mete en los huesos y se acurruca apretando su húmedo hocico entre los pellejos de su barriga hambrienta, de esta noche no va a pasar y unos días después un servicio municipal lo retirará con una pala y meterá en un bolson de negro plástico, pero él, Boby como ponía que se llamaba en su collarín, ya estaba corriendo en los prados verdes del cielo de los perros, intentando dar caza a un pájaro que revolotea incansable.

Ella se cruza con miles de seres cuasi iguales, solo que ellos tienen a donde ir, con prisas y las manos enguantadas y ocupadas con bolsas de las tiendas de moda de la calle, apenas si reparan en Mercedes, ella nunca mira al frente, con su cabeza siempre gacha avanza entre el tropel de gentes risueñas. Las calles repletas de luces de colores quieren transmitir calor, pero ella tiene los pies helados, heridas en su cuerpo y un profundo dolor que no amaína. La música navideña suena sin cesar pregonando el amor y la fraternidad porque el Hijo de Dios va a nacer esta noche, pero los porteros de las tiendas y los guardias de la calle la miran con recelo y un poco disimulado desprecio. Sigue caminando casi se arrastra, pasan de las doce y Dios ya ha nacido, franquea la puerta del cajero automático que un usuario ha posibilitado al salir y se acomoda en el menos frío suelo sobre un cartón a modo de estera. Entre sus faldas pone unos dulces y una tableta de turrón que le dieron en alguna tienda, saca un botellín de sidra y sonríe, recuerda tiempos mejores en los que había una familia. Aunque una mella descubre una boca mal cuidada, se nota aún en ella una belleza que tuvo, una belleza que fue. Apura el último trago cuando nota el calor y la llamarada la envuelve, a lo lejos como a mil kilómetros oye las risas de los imberbes, oye las oscenidades de quienes nunca hicieron nada por sus vidas ni por las de nadie. Mientras la muerte la envuelve, el Hijo de Dios ya ha traído la paz al mundo y muchos cantan sus alabanzas.

Entre cristales rotos un reguero de sangre descubre los cadáveres de la última torpeza al volante, la noche era joven y el alcohol corría disoluto por las venas de quien conducía. Una bala errante se clavó entre su pecho y su estómago arrebatándole de un golpe seco la vida por un a mí no me mires así. La chica solo quería bailar, pero él se tomó a mal que le quisiera plantar, la golfa con solo dieciseis y virgen aún vomitó la sangre que le anegaba la garganta y el prenda se fue tan tranquilo, solo dijo un que se joda. Cuatrocientos lechones para el asador, cuatrocientos pequeños seres sacrificados para la insaciable gula de los cafres humanos, orgulloso el cocinero y dueño del restaurant donde esa noche los cadáveres de los pequeños cerditos serán devorados por seres que van a acabar destruyendo la más hermosa esfera celestial. Una guerra que continúa, el bombardero tiene una misión que acabar antes de que den las diez, la tripulación apremia porque a todos los esperan en la base sus familias, la descarga letal se suelta antes de tiempo y en vez de caer sobre el objetivo prefijado lo hace sobre una especie de promontorio donde se aprecia unos hilos de humo, a la sazón un poblado indígena con casas de adobe y fogones donde las madres, hijas y abuelas de los habitantes de tan pobre lugar cocinan la escasa y monótona cena, mientras la masacre se fragua y cae sobre ellos y ellas. Las olas mecen la patera con fuerza, un bebé llora al fondo y el que aguanta el timón se aferra a la maroma que atraviesa la frágil embarcación, al fondo se aprecia ya la costa, se ven las luces de la opulencia, y una mujer que acompaña a la madre del bebé señala con júbilo la estela de cohetes que anuncia la fiesta de los cristianos, de repente un sonido ensordecedor, las aguas que se levantan y el golpe brutal, la pequeña nave con más de cien almas apretadas, se parte en dos al ser embestida por el buque que hace una travesía de fiesta para celebrar la Navidad. En la cubierta la música atronadora lleva el compás de los que se ríen y bailan al mismo son. La estela del buque de fiesta se pierde rumbo a puerto seguro, cien almas se reunen con su creador, la vida sigue igual...

5 de diciembre de 2017

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