martes, 15 de enero de 2019

Una mariposa blanca

Una mariposa blanca...

... con lunares rojos revolotea dentro del hogar de las bestias. Del viejo techado de maderos nacen rayos del sol que abrasa la pradera, aquí, entre las sombras que apaciguan en algo el insoportable calor exterior, surcan el espacio desde arriba hasta el suelo descubriendo con su luz al polvo en movimiento y de cuando en cuando el levitar de una brizna de la paja que devoran los carneros.

Han pasado ya semanas o meses, nadie sabría decir bien, desde aquel día cuando el que reparte la comida y trae el agua a nuestros comederos y bebederos, apareció con otros como él, y entre trago y trago de botellas que apestaban a veneno, mientras goterones de sudor maloliente caían de sus rostros huraños. Las blasfemias no las entiende una mariposa pero resultaban claras y obscenas para quien propaga la mirada del insecto que como hoy revoloteaba entre el sucio suelo y el cielo entechado. Apartaron entre risas y más palabrotas el soporte donde están las jaulas de las gallinas ponedoras, dejando al descubierto una pila como una mesa amplia, baja y sin patas. De un color blanco sucio, era de puro mármol. El gordo sudoroso que alimenta a los animales sacó de un saco tres grandes correas que sujetó a unas argollas que descubrió en el suelo pegadas a la mesa de piedra. Bebieron hasta apurar las botellas y las arrojaron al fondo del pozo que hizo chup, chop, clinck, crash.

Salieron y en seguida todos pusimos nuestras mentes en alerta al oir los gemidos terribles que se iban acercando. Un crío entró corriendo portando dos cubos de ojalata reluciente que dejó al lado de la enorme piedra plana y blanca pero sucia. Se oscureció la entrada y entre gemidos y desesperación aparecieron las gruesas espaldas de dos uraños de la peor calaña, tirando de enormes garfios que sujetaban atravesando el morro de un pobre y hermoso animal. Era el cerdo rollizo que se jactaba de comer las mieles del campo, que dormitaba enorme bajo la sombra del aŕbol que le parecía. Detrás empujaban otros uraños con barba y el gordo que los alimentaba sujetaba en todo lo alto que podía el rabo del gorrino para que no parase de andar con sus manos.

Arrastrado hasta la mesa blanca y sucia, entre todos los sudorosos y borrachos uraños lo apalancaron encima de la mesa, lo ataron con las correas grandes y duras. Sus gritos bajaron de tono, entre los sollozos, allí ningún otro animal había visto algo parecido, salvo la vaca que culeaba contra la pared y miraba callada al suelo. Temimos lo peor, aunque no sabíamos que era lo peor. Apareció un aberrante con barba y sin camisa, solo con unos guantes raros que hacían ruído chup, chup, y una falda grande abierta por atrás. Y traía en su mano un enorme hierro. Se acercó al cerdo que había comido los manjares de la pradera, sujetó uno de los ganchos de hierro que hacían sangrar su morro duro y gordo, y con un relucir del hierro acarició su garganta, carraspeó, sonrrió y hundió lo que sujetaba, lo que acariciaba, lo que brillaba, aquel temible hierro en la garganta del cerdo que todos envidiábamos, un horrible y gutural bramido inundó el lugar, la sangre a borbotones empezó a brotar mientras el enorme cerdo hacía crujir las cinchas de cuero que lo apretaban contra su matadero de mármol blanco pero sucio. Los cubos de bruñido metal se llenaron a rebosar, y un humo que debía de ser el espejo de su alma flotaba en el aire, mientras subía se lo podía ver mezclarse con los rayos del sol que escapaban entre el entechado viejo de madera que tapaba el cielo pero que indicaba el acceso a su paraíso.

Y lo peor vendría después, las mujeres y los niños llegaban con calderos humeantes, algunos huraños afilaban hierros como el del aberrante de la barba, el que iba sin camisa y con falda delante. Al rededor del cerdo gordo empezaron a sajarlo, hicieron de su cuerpo un amasijo de trozos sangrantes. Las tripas separadas, los jamones apartados, el morro cortado, las pezuñas con el hacha, la cabeza separada, la lengua enorme colgada. Algunas moscas lamían el néctar de la sangre derramada, otras más avispadas ponían sus huevos entre la carnicería. Al fondo un fuego crepitaba, y algunas piezas pequeñas del gran y hermoso animal eran quemadas desprendiendo un olor de muerte que alegraba a los aberrantes. Los vasos iban y venían entre botellas que antes llenas aparecían luego vacías al fondo del pozo. Panes cortados en enormes rodajas sujetaban los trozos de la carne asada que devoraban los huraños apestosos el día del sacrificio. Entre los bocados iban las huevas de los insectos, la podredumbre del alma de los carníboros, el sufrimiento de las especies que son sacrificadas.

La mariposa pensaba que eso no pudo haber pasado en su vida actual, tal vez en una de las anteriores. Pero de pronto entre la penumbra de la puerta se oyó un jolgorio, era música de los huraños, y cuando los que daban de comer y beber a los animales cantaban era que venía la muerte, era que venía el día del sacrificio. Cuando los huraños con el gordo asqueroso y seboso, de nuevo borracho hasta las trancas, empezaron a colgar los ganchos a unas argollas en la pared, la mariposa tembló, un sonido que más bien era un balido, el lloro de los pequeños corderos que recién habían estado saltando por el prado entre el revolotear de sus hermanas de mil y un color, buscando a sus madres para beber la leche de la vida...

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