Solía sentarse a la orilla de su casa, en una sillita baja desde la que practicamente tocaba el suelo.
Su cabeza apoyada siempre sobre su hombro derecho, y otras veces sobre su hombro izquierdo, me recordaba a una marioneta a la que le faltara alguna cuerda.
Pero ella no era una muñeca rota; ella siempre tenía una sonrisa dibujada en sus labios agrietados, labios avejentados de tantos años que ya había visto pasar delante de su puerta.
Algunos vecinos se paraban a su lado cuando por allí pasaban, otros no. Pero a todos los saludaba con un "buenas" y un "qué tal".
Aquel día cuando al pasar no la ví en su orilla, sentada en su silla, una lagrima esquiva rodó por mi mejilla; la misma lágrima que cuando de ella me acuerdo acude a mi encuentro.
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