jueves, 16 de mayo de 2019

El alma que habita en mí.



Unos la llaman así, otros hablan del yo interior, en cualquier caso se trata de un ente que habita en nuestro cuerpo a la espera de su viaje exterior. En tanto llega ese momento cada cual plantea una terrible lucha con nuestro otro yo y el equipamiento físico que lo envuelve. El mundo y la variedad de cuestiones, placeres y retos que nos ofrece choca una y otra vez con dilemas interiores que algunos han encauzado a través de los preceptos de las religiones o directamente de las convicciones morales propias, aunque unos y otras sean solo meras posturas convencionales que nos aporta la sociedad o simples modas que nos impone la industria o la necesidad.

El mundo cambia continuamente, y no solo en su aspecto físico, a menudo caótico y otrora previsible. Y a pesar de todo seguimos creyendo que todo está bajo control. La Humanidad ha esperado la llegada del fin de los tiempos por deseo divino siglos ha, ahora la esperamos por mor de la desidia humana desde hace poco más de unas décadas. Esta cuestión que debería tenernos con el ojo a vizor y hacer que nuestras inanes almas de simios engreídos pusieran orden en nuestros usos y costumbres, doblegando a nuestros cuerpos por el propio interés de nuestra supervivencia a seguir pautas y modos más conservadores con la biodiversidad y con la misma casa intergaláctica que habitamos, no lo hace y deja pasar una y otra oportunidad para iniciar un reinicio que permita a las generaciones venideras habitar durante cientos de miles de años más esta roca de vida inigualable entre la inmensidad del espacio exterior.

Cuando cada cual de nosotros deje de aprisionar su propio yo interior, cuando cada uno de nosotros inicie la aventura del viaje exterior y navegue en el hálito de las ánimas hacia su propia estrella, podrá ver el destino de los tiempos, podrá ver el futuro, el pasado y anhelar el presente mientras en una entente cordiale se sume al fuego exterior de su alma mater, de su estela amantísima. En ese rápido y a la vez transcendente viaje, nuestro yo interior ya libre de las ataduras corpóreas se dará al profundo entendimiento de las cuestiones de las cosas, las verdades del universo se harán claras y transparentes, aunque no lo serán para todos por igual, unos adquirirán la verdad porque ya en su vida física la buscaron, otros sentirán la libertad que anhelaron y les fue esquiva, algunos gozarán los placeres de los dioses porque nunca los tuvieron a su alcance y muchos sentirán el dolor del olvido, la lejanía del exilio, se fundirán en la roca negra de los cometas huérfanos que viajan entre las galaxias sin llegar nunca a ellas porque en vida fueron miserables y prodigaron el dolor y las naúseas.

Y así, después de tantas creencias y de tanta tontería, cuando llegue ese momento en que ya no importa nada más que dar el último paso sin dolor físico, comprenderemos cada cual, aunque ya sea tarde para nuestros cuerpos, que la dicha verdadera se hallaba en las cosas pequeñas, en lo frágil, en lo cotidiano, en el amor. También llegado el momento final, la hora, el minuto, el segundo postrero seremos conscientes de aquello que hicimos mal, de lo que abandonamos o de a quienes dejamos en el camino, entenderemos nuestra falta de empatía, la dejadez con que hicimos que algunas cosas nunca pasaran, de que algunos besos se quedaran en nuestros labios, de que nuestras manos nunca salieran de los bolsillos para dar la ayuda, para prestar la fuerza, para empujar a nuestros hombros por el bien común.

Y el dolor cálido, la risa fácil, un escalofrío repentino o la última y húmeda lágrima recorrerá nuestra mejilla y mojará para nunca volver a hacerlo nuestros labios ajados, llevando el recuerdo del salado sabor a mares lejanos a nuestra confusa mente que se prepara para el viaje más importante después del que nos trajo a este mundo.


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