La muerte, que no la muerta que podría estar más o menos buena pero que ahora está más bien muerta, esa caprichosa majestad de las tinieblas que nos visita una sola vez y nadie rechaza. Por algo será, yo no se el qué ni el porqué, pero si que sé que nadie que yo sepa ha rechazado jamás su frío abrazo.
Mis muertos, que no los tuyos o los suyos, siempre están presentes en nuestras mentes, aunque tratemos de pasar página ellos son el fiel reflejo de todos nuestros temores. Lo son porque los conocimos, amamos u odiamos, comimos, bebimos y reímos o lloramos por ellos; sin duda estos son los muertos que nos importan, si acaso nos importó alguna vez uno.
El muertito, que da pena nada más verlo, es el estereotipo del que nunca debería morir. Es el ser sufriente que ya es muertito en vida y que cuando se le acabó el tiempo daba tanta pena como cuando aún vivía.
El muerto de primera, que no será jamás un muerto de segunda, es por el que repican las campanas. Éste cuando yace postergado ante la interpérrita dama de la guadaña, es llorado por plañideras de alto postín y recordado por quienes aspiran a ser recordados. Se dice de ellos que no debería de haber llegado su tiempo, que siempre se van los mejores, que es una pena.
Y la muerta, que sin duda fue una mujer como tantas, la que solo podía ser para él que la quería más que a su vida. Ella nació amada y deseada, pero acabó atada a la pata de la cama donde él la maltrataba. Ella si que estuvo sola, ya era muerta antes de encontrarse con la que una noche de odio y machismo la llamó a su vera con voz muy queda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario